Ruego al lector de perdonarme... El Castellano no es precisemente la lengua en la qual nado con facilidad...........
UN SOMBRERO MEJICANO UNA SARTEN Y UNA TORTILLA
El tren parece esperar a los dos fugitivos. Sólo está compuesto de una vieja locomotora de vapor de modestas dimensiones, de un “tender” seguramente cargado como debería con carbón negro, y de un único vagón de tercera clase.
La estrecha y única vía discurre hacia delante, hasta perderse en el infinito, sin curva alguna.
Ningún ruído, ninguno de los habituales chu chus, ni silbidos, ni chorros de vapor que acostumbran a salir de los flancos del pesado monstruo metalico, ni tampoco el humo que debería de salir por encima de la corta chimenea cilíndrica.
Aún más extraño, nadie parece atareado con las multiples palancas y manivelas que dirigen la silenciosa bestia.
Josep Blanco Villas, nacido en Barcelona, y su compañero de evasión llevan sin gran dificultad un cofre muy similar a los que uno se puede imaginar enterrados en la arena de una isla desierta y aislada, con el tesoro de un pirata de antaño dentro.
El corto convoy avanza muy lentamente, hasta el punto de que los dos hombres, aun cansados, consiguen subirse a la plataforma trasera del único vagón…con su preciosa carga.
_ ¡Salvados, estamos salvados amigo!
El compañero de epopeya no le responderá más que con gestos. En caso de que pudiera hablar no lo haría visto que hay mudos menos taciturnos que él. ¿Cómo se llama? El catalán no cree poder recordarlo. ¿ Qué hacen los dos con ese cofre girándose continuamente para estar seguros de no ser perseguidos?
Alguien les pisa los talones, puede que sea una tropa entera, eso seguro. Esta especie de angustia por una presencia peligrosa que se aproxima no se borra hasta después de la entrada de ambos en el vagón. Vacío…. Ni un solo pasajero. La aceleración del tren es tan suave, tan progresiva que solo se percibe por el desplazamiento de los lados de la vía que parecen ir cada vez más rápido hacia atrás, hacia el pasado. Si miran a lo lejos, cerca del nivel del horizonte, todo parece absolutamente inmóvil, el paisaje no cambia, el desierto parece plano y monótono.
El mudo tiene un aspecto lamentable.Una barba de varios días surca su cara ya de por sí de rasgos duros y marcada por una fea cicatriz que va de la sien izquierda hasta la barbilla. Seguro que Josep, sin un espejo donde mirarse, debe tener un aspecto horrible también.
Sin decir palabra ni cruzar mirada alguna, se estira en un asiento de madera cuya espesa capa de polvo disimula afortunadamente una roña innombrable.
Inmediatamente su ritmo de respiración cambia, deviniendo tranquilo y regular. Al igual que el catalán no ha resultado herido durante la aventura y ello a pesar de que dos disparos, con algunos segundos de intervalo, le pasaron muy cerca.
Josep Blanco Villas también se adormece, vencido por el cansancio. La garganta seca por una sed ardiente y una vejiga demasiado llena que provoca una necesidad natural urgente provocan el despertar del hombre que se sienta….en su cama.
A su lado, Anna, su esposa, murmura sin girarse:
-Cuidado, la luz de la mesilla no funciona, no te golpees.
-Vale, gracias. Creo que salgo de un sueño extraño en el que un tren fantasma me llevaba no sé donde.
: ¡Calla! Déjame dormir.
Josep fue al baño y una vez sus necesidades satisfechas volvió al lecho conyugal sin preocuparse por la hora, con la firme intención de reencontrarse con su sueño interrumpido.
La locomotora, el ténder y el vagón reaparecen tras sus ojos que rápidamente se han vuelto a cerrar. El hombre se duerme; su curiosidad será satisfecha,: reaparece en el convoy y se encuentra con el inconfortable interior de la tercera clase.
Igual de silencioso que antes el tren parece ahora ir a gran velocidad sobre la interminable línea recta. El cofre estilo pirata continúa en el mismo lugar, no obstante el mudo con la cicatriz en la mejilla ha desaparecido. En el asiento donde dormía tres objetos heteróclitos le remplazan sin congruencia. Un gran sombrero mejicano negro y plateado y una tortilla en el centro de una sartén negra de mango algo oxidado. Josep, corriendo hacia la locomotora, inspecciona todo el vagón, se ennegrece en el carbón e incrédulo constata que el tren entero le pertenece: no hay conductor. Entonces le entra miedo, vuelve por donde vino y, con dificultad, sudando, lleva el cofre lleno de desconocido contenido hasta la sala de conducción de la encantada máquina. _ Debo deshacerme del vagón, y, ya puestos, del ténder ya que no me sirve para nada. Ignorando el peligro, los cruces de la vía desfilando vertiginosamente rápido bajo sus ojos, Josep gira poco a poco la gran manivela de doble husillo y luego, ayudándose de una palanca que ha ido a parar milagrosamente a sus manos, hace saltar los dos últimos ganchos. Con la satisfacción del trabajo bien hecho mira el conjunto ténder-vagón alejarse de él llevándose al diablo el espíritu del mudo desaparecido y el incomprensible surtido formado por un sombrero mejicano, una sartén y una tortilla. Por fin libre, el único amo a bordo ahora se gira para mirar los raíles hacia delante. Se le erizan los cabellos de la cabeza, el convoy va a toda máquina hacia una alta barrera rocosa. En el último instante se dibuja la sombra de un túnel que aspira a la formidable máquina y a su impotente pasajero-conductor. Oscuridad absoluta, angustia, y luego la campana infernal de un paso a nivel suena. _¡Pero es imposible en un túnel! -¡Josep, por Dios!, ¡para el maldito despertador! Tu túnel te lo encontrarás en media hora cuando cojas el metro. ¡Vamos nene, para de dormir, el curro te espera! -Anna, me pregunto si he vivido un sueño o una pesadilla. - Lo que ayer pillamos fue un buen pelotazo. Venga, vamos, vas a salir otra vez a toda castaña. Estás de suerte, queda café, déjame un poco por favor. Con la mente nublada y muchas preguntas sobre su aventura nocturna, Josep Blanco Villas desayuna tranquilamente, untando con mantequilla sus tostadas; para él ese momento es sagrado y nada en el mundo le haría hacerlo con prisas. Aunque ese día fuera a ser el último de su existencia. A las ocho y media, la máquina de fichar es intransigente: debe tragar la ficha del mecánico a quien esperan los coches estropeados impacientemente. Los pequeños retrasos hacen perder la prima de regularidad, por ello, Josep, que solo practica deporte entonces, corre. Un cuarto de hora para ir a pie a la estación, veinte minutos de trayecto en la línea roja del metro de Barcelona ( si todo va bien), y luego de nuevo diez minutos gastando la suela de sus zapatos. -Vamos, vamos colega, ya son menos cuarto. _ Cariño, te cojo diez euros del bolso, no encuentro mi cartera. En el preciso instante en que Josep pone el pie en el andén llega un vagón de metro con su característico ruido. El hombre penetra en el vagón y toma su habitual asiento: de pie, aunque hayan varios asientos libres, con el hombro izquierdo apoyado en una ventana y la espalda bien apoyada a una barra metálica vertical. La fiesta de la noche pasada duró hasta las dos de la mañana, se bebió demasiado y la ducha de antes del desayuno no ha sido suficientemente reparadora. La evidente falta de sueño hace que sus parpados no resistan y se cierren. No representa problema alguno ya que de forma inconsciente su cerebro contará las paradas que pasen y a la decimotercera, como un autómata, se bajará. En un verdadero túnel esta vez, el extraño sueño de la noche vuelve a la superficie envolviendo al hombre soñoliento. Un mejicano, con un sombrero negro y plateado, una sartén y una tortilla en la mano izquierda avanza amenazadoramente hacia él. El tren es fantasma, la cara que se aproxima es horrible con un rictus cruel y una barba de varios días así como una cicatriz bien fea que casi deforma la mejilla izquierda. Sin palabra alguna el mejicano desenvaina un gran revólver niquelado que lleva en su cintura y dispara dos veces, casi a bocajarro, con dos o tres segundos de intervalo. Un dolor agudo en el brazo izquierdo y luego otro más fuerte en el pecho, justo a nivel del corazón, despiertan a nuestro viajero. En el vagón de metro todas las personas observan hacia otro lado, nadie le mira. Josep suda aunque un frío intenso lo invade, el dolor en su pecho es intolerable. Derrumbándose, rueda sobre sí mismo y ve a su asesino, tranquilo, al otro lado del vagón, sentado en un banco. A sus pies, un cofre similar al que uno se puede imaginar enterrado en la arena de una isla desierta, escondido por piratas de antaño. Sobre el apoyabrazos y retenido por un lazo de cuero hay un sombrero negro y plate a d…. En la siguiente estación, un viajero anónimo pulsa la alarma. El desconocido que se ha encontrado mal es evacuado y en el mismo andén el servicio de emergencias hace todo lo posible por reanimarlo. Boca a boca, masaje cardíaco y descargas con el desfibrilador, nada hace revivir al hombre que no lleva ningún documento consigo ni tampoco un teléfono móvil. Su corazón, tras algunas palpitaciones desordenadas, se ha parado para el resto de la eternidad. Como cada día excepto los domingos, lástima que no todos, hacia las diez de la mañana, Anna va a su vez hacia su trabajo cogiendo también la línea roja del metro. En la estación de la Plaça de Catalunya cambia de línea o, a veces, baja la rambla a pie si no tiene prisa y el tiempo lo permite. El hotel la espera, se tiene que hacer las habitaciones. La limpieza no es siempre fácil con esos turistas que se comportan a veces como unos cerdos. Durante el paseo, cada vez, y hoy también, mira las estaturas humanas que se preparan para sus espectáculos tan poco ordinarios. El día anterior se fijó en ese hombre joven y guapo, nuevo en la zona y particularmente original. La estatua humana es un mejicano con un sombrero negro y plateado, ese sombrero típico de su país conocido por todo el mundo. El hombre permanece perfectamente inmóvil y cada vez que alguien deposita una moneda en su viejo cofre que está a sus pies hace girar una tortilla en el aire con una sartén que sostiene su mano izquierda y desenfunda su revólver niquelado con su mano derecha y dispara a la tortilla. Remarcable destreza, es un gesto preciso que encanta a los numerosos espectadores, los flashes saltan y el cofre se llena poco a poco. Esta mañana el mejicano abre su receptáculo de monedas en el preciso instante en que Anna pasa por delante, y por descontado está vacío. Anna cree ver una espantosa escena ante sus ojos aterrorizados. En el cofre hay dos cabezas cortadas. Una es de un desconocido de rasgos duros, una barba de varios días y une horrible cicatriz que va desde la sien izquierda hasta la barbilla y la otra cabeza es sin duda, la de su marido Josep. Chillando, la mujer se desmaya en medio de la rambla.
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